CÁTEDRA DE ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
Facultad de Filosofía y Letras - Universidad Nacional de Tucumán
Discurso de Cierre del ciclo “La Universidad por sí misma” 5 de junio de 2014 Dra Cristina Bulacio Profesora Titular Consulta
Cuenta Borges en un poema titulado La Suma acerca de un hombre que se
propone trazar en una pared el mundo entero: dibuja ángeles, bibliotecas, laberintos, anclas,
Uxmal, el infinito, el cero; habiendo
alcanzado su propósito descubre, en el instante de la muerte, que esas líneas
son la imagen de su cara. Así como los hombres son responsables de los actos
de su vida, en palabras de Borges, capaces de trazar –con rigurosa pincelada-
el pasado que los condiciona, la tradición que los sostiene y alimenta y palpitar
su destino, del mismo modo las
instituciones lo hacen.
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La Universidad Nacional de Tucumán descubre hoy, aquí, a los 100 años de su
fundación, cuál es la imagen de su propia cara e imagina su destino. Porque todo destino de una Institución involucra
el pasado de dónde proviene, las voces que la hablaron, los logros de sus
fundadores, los fracasos y sueños que la habitaron, y es desde ese pasado tumultuoso,
vital, poblado de hechos relevantes –de momentos de gloria tanto como de
tiempos oscuros–; que llega hasta nosotros. Es nuestra tradición quien nos
invita a celebrar – con profunda
alegría– los 100 años de nuestra casa.
Ahora bien, los
hombres y mujeres que nos antecedieron en esta tarea de hacer la Universidad
no fueron ni más inteligentes ni más soñadores que nosotros, ellos tuvieron, posiblemente,
las mismas dificultades, las mismas incertidumbres y los mismos temores; simplemente,
fueron tenaces y arremetieron contra los obstáculos para concretar aquellos sueños que le dieron forma a la Universidad.
Sin duda alguna, esto mismo debemos hacer nosotros, pero muy especialmente, las
generaciones jóvenes a quienes les alcanza este privilegio de vivir el
Centenario para encontrar, como ellos,
el futuro. Porque, debemos estar alertas, el futuro no se da
gratuitamente, se lo construye con esfuerzo, pasión y lucidez, o se produce la
disgregación y el caos.
Me toca a mí
hoy cerrar este ciclo de Conferencias que nos ayudó a vernos a nosotros mismos
y a valorar la inteligencia, la seriedad y el amor de nuestros profesionales por su Universidad. Hablo
en nombre de la Comisión Honoraria del
Centenario para agradecer a las autoridades esta convocatoria a los
profesores extraordinarios a colaborar
con la Universidad en la que transcurrió nuestra vida. Sin duda tenemos mucho
para dar, fundamentalmente porque ya, lejos de las urgencias cotidianas de la
vida universitaria, podemos pensar
con espíritu sosegado y mente clara qué
es lo mejor para nuestro futuro universitario.
Ahora bien, en esta misma sala desde hace algunos
meses –en el ciclo que hoy se cierra–, estamos escuchando a profesores de
nuestra casa de Altos Estudios contar sus experiencias de vida universitaria.
Escuchamos hablar de vocaciones, de logros, de caminos arduos y otros luminosos, de la importancia que tuvo
en sus vidas –como en la de miles de profesionales de nuestro medio– la
existencia de una universidad pública y gratuita que acogió con generosidad sin
límites a quien quiso estudiar, no sólo de nuestra provincia, sino de toda la Región y de Latinoamérica
misma.
Sin
embargo, hay algo que no se dijo todavía,
quizás por prudencia, pero hoy, aquí, no seré prudente. Esta misma Universidad,
en la plenitud de su vida –porque 100 años son todavía pocos para una Institución que se precie de
tal–, encuentra serios obstáculos, que
le impiden seguir la senda de
trabajo, esfuerzo y logros que se había
trazado.
Pues bien, esos obstáculos que hoy nos impiden avanzar y dibujar el
porvenir, es la ausencia de conductas éticas que vemos tan a menudo en nuestra
sociedad. Y nosotros, los universitarios –artífices, junto a tantos otros– de
estos maravillosos 100 años, somos, en gran medida, responsables de ello. La
comunidad universitaria de la que formamos parte, no se ha hecho cargo de este
asunto con la seriedad que reclama, o al menos, no ha sido clara con sus
jóvenes en cuanto al peso de ese bien en
el juego de la convivencia social. Sin ética,
sin reglas de juego claras, será
casi imposible vivir juntos.
Sucede algo notable. En nuestra
universidad pública se han formado –muy
a menudo a nivel de excelencia, lo digo con orgullo– casi todos, por no decir
todos, los profesionales que hoy actúan en el medio: abogados, médicos,
ingenieros, matemáticos, físicos, químicos, profesores, artistas, etc. Ellos
son, o mejor decir, somos, porque debemos incluirnos todos, los actores
sociales que marcan el perfil de nuestra sociedad. Y nuestra sociedad, hay que
reconocerlo, no funciona como debiera. Y
no estamos diciendo que no sea eficiente, que no tenga en su seno empresarios
exitosos, que no posea inteligencias brillantes en los más diversos ámbitos del
saber; ciencia, arte, humanidades; estamos diciendo que no siempre la ética
guía las conductas de estos profesionales que, en apariencia, triunfan
en la vida.
Quizás fuimos excelentes
maestros, rigurosos guías en el mapa del saber, pero, sin duda, no hemos sabido
transmitir con claridad y contundencia, algo que no se enseña con textos, sino
con conductas guiadas por valores: el respeto al otro, la honestidad, la
solidaridad, la preocupación por lo social, por la justicia, por el bien común.
No quiero decir que no haya nada de
esto, hay mucho, porque hay miles de personas serias, solidarias, justas, pero
no es suficiente.
Ética viene del griego ethos como “lugar dónde
se habita”. Es el sitio desde el cual hacerse cargo de una situación. El
hacerse cargo tiene ya una connotación ética, porque es hacerse responsable de
cada una de las acciones cotidianas. Y este “desde el cual” habla de una tierra
bajo los pies, de un suelo firme y fértil desde dónde se proyectará nuestra vida individual hacia lo social. La
universidad tiene el deber de ocuparse también de ese suelo firme y de hacerlo fértil.
Firme porque nos dona los principios
en los cuales asentar nuestra existencia
y fértil, porque allí
encontraremos la semilla de todo lo que deseamos hacer fructificar con dignidad.
Estos tiempos en los que el éxito se mide con parámetros económicos, en los que la
inteligencia se valora sólo por la astucia; en los que la competencia ha dejado
lugar a la competitividad impiadosa, exigen mucho más de nuestras convicciones
éticas. Porque hay una distancia entre la teoría y la acción. Una cosa es
enseñar qué es la justicia, cientos de libros hablan de ella, y otra es ser
justos; una cosa es la viveza y otra la
inteligencia proba y luminosa. Una cosa es el discurso de la ética y otra la
honestidad y coherencia de cada acción cotidiana.
Cuando guardamos silencio sobre algunas conductas sociales, hacemos daño
a nuestros jóvenes, porque el silencio opera como complicidad. Los jóvenes
deben saber qué hacer en cada circunstancia, cómo posicionarse ante cada
dilema ético que ofrece la vida interminablemente. Quizás tenemos también que advertirles del
peligro de las acciones ambiguas, aquellas en las que la línea divisoria entre
lo correcto e incorrecto es sumamente
débil y sutil. Es allí donde se debe estar alerta, es entonces cuando sirve ese
suelo firme y fértil del que hablábamos. Porque ética no es sólo un conjunto de
reglas impuestas por la familia, la sociedad y las instituciones; ética es en
primer lugar la construcción de sí mismo apoyados en valores y metas
significativas; sólo ello nos hará valiosos para la sociedad que integramos.
Me permito citar a nuestra actual Rectora Alicia
Bardón. Ella dijo el día que fue elegida: “tenemos una enorme
responsabilidad. Creemos que tenemos que estar las 24 horas del día pensando en
cómo mejorar cada rincón de la Universidad. No solo en los aspectos
estudiantiles”. Bien, como universitarios de ley que somos los que estamos aquí y como lo
es ella misma, le tomamos la palabra,
creemos en esa promesa de nuestra Rectora que garantiza el cambio, la
construcción de un futuro promisorio y el cultivo de conductas probas que nos
impidan caer en la desesperanza.
Porque esa es
nuestra deuda y debe ser saldada. Debemos recuperar para estos próximos 100 años por venir -y la nueva Rectora está en condiciones de
hacerlo con eficiencia y dedicación–, la
integridad moral de nuestra sociedad a partir de lo que nuestra Universidad puede
aportar, y que es mucho, no me cabe duda. Esta es la tarea que nos debemos. Los
invito a comenzarla juntos, hoy, aquí mismo, en este encuentro de auténticos universitarios.
Me resta
agradecer a las autoridades, la convocatoria que nos hicieron a los mayores para
constituir una Comisión Honoraria del
Centenario y no dejarnos ir sin el
aporte que puede hacer la experiencia. Alicia Bardón pensó distinto, quiso
hacernos partícipes de esta fiesta y aquí estamos llenos de júbilo -celebrando
los 100 años- y también cargados de preocupación, como es la vida misma, dispuestos
a dar lo mejor de nosotros por esta nueva Universidad que debemos proponernos
hacia el futuro.
Palabras de la Dra. Judith Casali de Babot con motivo de la entrega del título de Profesor Consulto a la Dra. Cristina Bulacio.
Hace
ya muchos años, tantos ya que desafiaría a recordarlo a Irineo Funes, “el
memorioso”, compartimos con la Dra. Bulacio un Programa de Investigación que
dirigía nuestra admirada y querida Lucía Piossek. No sé si fue entonces o ya
desde antes, quizás por encontrarnos y caminar juntas nuestros pasillos de la
Facultad, cruzarnos al dar clases, compartir Congresos o algún café por allí,
se produjo lo que Cristina denominó en un Coloquio,“Cruce de Saberes”. Fue un
cruce intelectual donde no solo las ideas se entrecruzaron, también los
proyectos personales y los afectos. Puedo decir hoy que en realidad no fue un
cruce sino un encuentro. Nuestra
amistad se desarrolló así junto a las discusiones sobre trabajos y planes,
críticas y experiencias. Yo firme en mi “Modernidad” y ella, siempre más
transgresora, en esa Posmodernidad confusa e inasible de los tiempos
contemporáneos.Empezamos a compartir entonces una verdadera vida tal como
sentimos aquellos que hicimos de la Universidad parte de nuestro modo de vivir.
Supe así de su amor y encandilamiento por Borges,aprendí de ella a conocerlo y
a penetrar en sus laberintos,conocí su placer por las palabras y el
pensamiento, acerca de la originalidad de sus reflexiones.
Cristina
es una docente y una investigadora prestigiosa y no lo digo por su Curriculum cuya lectura ya lo ha confirmado
fehacientemente, lo digo porque la conozco más allá de antecedentes y blasones,
porque se animó a penetrar en el mundo de las Letras desde su pensar en la
Filosofía, con suma rigurosidad y creo que por eso, o quizás a la inversa, ama
lo bello en todas sus dimensiones. Nos ha transmitido a lo largo de su copiosa
y profunda producción, su encantamiento por las palabras, el goce de la palabra
al mismo tiempo que la apertura a su meduloso sentido, a su dimensión
antropológica, al saber de lo humano, a la hondura de su belleza. Probablemente
por esto escogió a Borges como un compañero de ruta.
Esto me recuerda también unas palabras de Cortázar
quien en un artículo denominado "El lector y el escritor bajo las
dictaduras en América Latina" [en Argentina:
años de alambradas culturales Buenos Aires, Muchnik, 1984, P. 89) decía en
referencia no solo a la estética del texto o a su literalidad sino a su sentido
más profundo: "En la obra de los escritores el lector encontró más que
poemas y más que novelas y cuentos [...]signos [...] preguntas más que
respuestas, pero preguntas que ponían el dedo en lo más desnudo de nuestras
realidades y nuestras debilidades, encontró huellas de la identidad que
buscamos, encontró agua de beber y sombra de árboles en los caminos secos y en
las implacables extensiones de nuestras tierras alienadas".
Me
permití la cita anterior porque la Dra. Bulacio es una auténtica creadora que ha
hecho del mundo algo no ancho y ajeno sino muy cercano y propio a sus múltiples
exploraciones. Por eso estimo que ha tomado su vida intelectual como una
maravillosa aventura que, sencillamente,la
divierte, con seriedad, pero la divierte y entusiasma: pensemos en su
incursión en el teatro con Leonor Benedetto,en su libro virtual, en su incansable
deseo de seguir con sus clases, apegada siempre a la Universidad, a nuestra
Universidad y también al hecho valorable de llevar sus voces a otros mundos, a
Europa, a Estados Unidos.
En
mi carácter de Decana, deseo expresar que nuestra Facultad de Filosofía y
Letras se siente honrada hoy por esta distinción que la Dra. Bulacio recibe de
manos de nuestra Universidad. Creo que, como les decimos a nuestros alumnos en
el momento de su juramento, será como siempre, para seguir defendiendo la causa de la verdad y la justicia.
Aunque sea la nuestra una Facultad esencialmente de Humanidades, no siempre se
tiene el honor de cumplir con ese mandato propio de una auténtica humanista.
Como
amiga, no puedo menos que concluir como un homenaje a Cristina en este feliz y
merecido día,con el regocijo y la reflexión de unos versos extraídos de un
poema de Jorge Luis Borges sobre el arte, el tiempo y la vida.
Mirar el río
hecho de tiempo y agua
y recordar que
el tiempo es otro río,
saber que nos
perdemos como el río
y que los
rostros pasan como el agua
Ver en el día o
en el año un símbolo
de los días del
hombre y de sus años,
convertir el
ultraje de los años
en una música,
un rumor, un símbolo
A veces en las
tardes una cara
nos mira desde
el fondo de un espejo;
el arte debe ser
como ese espejo
que nos revela
nuestra propia cara
Cuentan que
Ulises, harto de prodigios,
Lloró de amor al
divisar su Ítaca
Verde y humilde.
El arte es esa Ítaca
de verde
eternidad, no de prodigios
También es como
el río interminable
Que pasa y queda
y es cristal de un mismo
Heráclito
inconstante, que es el mismo y es otro,
Como el río
interminable
Felicidades
querida amiga!!!!
Discurso de la Dra. Bulacio con motivo de recibir el título de Profesora Consulta de la UNT - 28 de noviembre de 2012
Señor Rector, Vice Rectora, ex Rectores, Decanos,
colegas, amigos.
Mi
agradecimiento a las autoridades de la Universidad Nacional de Tucumán por esta
distinción, en particular a mi Decana, Judtih Babot, quien, con su profundo
sentido democrático, me hizo sentir como de la casa a pesar de haber dejado de
pertenecer a la Universidad –según los implacables papeles administrativos–
desde hacía dos años.
Bueno de eso se trata, nunca dejé la
Universidad porque es parte esencial de
mi vida. Sigo trabajando, dando clases, conferencias, escribiendo, dirigiendo
tesis, etc. Por eso esta distinción no sólo me honra sino que viene a restaurar
alguna pequeña herida que dejan frases como
“Usted ya no pertenece a la Universidad” escuchada a propósito del intento de seguir con la
dirección de tesis de mis becarias, maravillosas jóvenes que no entendían el
sistema lapidario al que estamos sometidos.
Cómo, me pregunté entonces, si la vida
universitaria, el amor al conocimiento, la curiosidad por la investigación se
fue haciendo una segunda piel en mí. Dice Borges –a propósito de un sacerdote
maya prisionero de los españoles– que todo hombre se confunde gradualmente con
su destino; él era, ante todo, un
prisionero. Mi destino, el que elegí cuidadosamente y por el que trabajé sin
hesitaciones fue la Universidad. Ser de nuevo universitaria con esta distinción
es cumplir con ese destino secreto que todos labramos en silencio.
Por eso llevé con orgullo esa condición en mis viajes
dentro y fuera del país a cada Congreso, Seminario o Conferencia. Cuando estuve
en el exterior mi carta de presentación era sencilla: Universidad Nacional de
Tucumán y eso bastaba para que me prestaran oído; si bien pertenecemos a un lugar
pequeño alejado del puerto, fuera de
nuestro país se sabía de sus logros, de su nivel, de sus profesores que eran,
para entonces, los míos. Nadie dudaba que, desde Tucumán, se aportaran ideas interesantes
a los debates.
Sin embargo, lo más relevante de todo
es lo que la Universidad dejó en mí. Mi querida Facultad de Filosofía y Letras
me enseñó a pensar. Como algunos saben provengo de una familia de abogados por
lo cual, varias veces en mi adolescencia, sentí el cariñoso chantaje de mi
padre para que estudiara abogacía. Resistí con hidalguía.
Tempranamente descubrí mi vocación filosófica.
Recuerdo que en el último año del secundario, en medio de las bromas propias del momento, mis
compañeras escribían en mi espalda los nombres de filósofos para dejar en
evidencia esa locura mía: estudiar filosofía…y ¿para qué sirve la filosofía?
era la pregunta de rigor. Yo no sabía qué contestar, no lo tenía claro
entonces, pero sí recuerdo que lo vivía
como la urgencia de avanzar por ese sendero desconocido y poco prometedor –como inserción social o
profesional–, pero al cual nadie renuncia una vez que lo intuye como un destino señalado.
Debo a mis maestros Néstor Grau, María
Eugenia Valentié, amiga entrañable, Roberto Rojo, Lucía Piossek, Hernán Zucchi
–de quien recuerdo la mejor clase de Platón de mi vida– o Tota Parpagnoli cuya cultura nos
abría mundos nuevos– debo a ellos,
decía, un asunto vital en nuestro terreno: priorizar por sobre la información
ajustada e imprescindible de toda la historia de la filosofía, por sobre las
argumentaciones racionales y lógicas del corpus filosófico, el pensamiento.
Efectivamente, ellos me enseñaron a pensar.
Y
hay en el campo filosófico, una profunda diferencia entre acumular información
y pensar. Todo el conocimiento de las ciencias –lo más prestigioso del saber
actual– trabaja con argumentaciones y gran cantidad de información y es por ellas que se acrecienta el saber. Efectivamente es así;
pero la filosofía tiene un plus para ser tal: a las habituales argumentaciones
de la razón, al saber riguroso de un
sistema filosófico cualquiera, le suma
la capacidad de pensar. Pensar, etimológicamente, quiere decir pesar, sopesar
algo en una mano, calcular su peso, como lo hace el comerciante diestro con el
pan o con la carne.
Entonces: ¿Qué es esto de pensar? No se
trataba sólo de aprender exhaustivamente
el sistema de ideas de Platón, Aristóteles, Descartes, Kant o Hegel, todo lo
cual hacíamos con placer y responsabilidad. Sin ninguna duda debíamos hacerlo,
pero el plus del que hablo consiste no
sólo en aprender lo que dicen los filósofos sino en hacer la experiencia, junto a ellos, de los mecanismos de
su propio pensamiento. Y hacer esa experiencia
–a una con el pensador– es un modo de
vivir uno mismo y en plenitud los
límites y dificultades del itinerario del pensar mientras
se lo ejercita. Pensar es siempre
un verbo, es actividad, es camino sin paraje de llegada.
Todo sistema filosófico tiene un punto
de fuga, un momento de incertidumbre, de dudas, ante los que se activa el
pensar. Toda auténtica filosofía contiene huecos, grietas, que aguzan al pensador en la búsqueda de la
verdad. Por eso, cuando un sistema es
cerrado en sí mismo, esto es, contiene todas las respuestas, no le sirve más al pensador.
El pensador es un caminante irredento.
Por eso al pensamiento puede dispararlo tanto la lectura de San Agustín o
Leibniz, como un poema de Borges, un monólogo de Shakespeare o la teoría de la
relatividad, que nos enseñaba Roberto Rojo.
Y ese era nuestro disfrute en la Facultad. Nos metimos de lleno, guiados
por aquellos profesores de mente amplia y espíritu exquisito, en una cultura pensante,
tanto en filosofía, como en literatura,
teatro y en la ciencia misma.
El secreto reside allí. Cuando, el pensador
logra vivir en carne propia la complejidad de la argumentación; las
limitaciones propias del lenguaje para expresar cabalmente la intuición
metafísica; los límites de la misma razón para saltar la grieta, como la llama
Steiner. La verdad, antiguo y misterioso
objeto filosófico, siempre se le escapa de las manos al filósofo, de allí que
filosofía sea amor a la sabiduría,
porque el amor es deseo de algo de lo que se carece, es búsqueda de lo que no
se tiene, es impulso hacia una promesa que nunca se cumplirá.
Saber de ello es un modo de pensar,
porque ese es el límite. El camino nunca está marcado de antemano porque nadie
lo puede hacer por nosotros, ni siquiera Platón, ni Aristóteles ni Marx, ni
Heidegger. Pensar es transitar para
hacer nuestro propio camino acorde con las exigencias de nuestros tiempos. Y si se logra avanzar, sólo avanzar,
estamos haciendo filosofía y ejercitando el pensar. Y este pensar auténtico es
el único que asegura la libertad de nuestro espíritu.
En fin, quizás fui demasiado seria en
estas reflexiones, pero se me impuso esta idea como más fuerte que mi voluntad.
Quise decirles a ustedes porqué estudié filosofía y cuál fue el derrotero de mi
pensar.
Pero más allá de estas cavilaciones, no
faltaron en mi larga vida universitaria algunos recuerdos queridos y
acontecimientos jocosos. Una tarde en Yerba Buena –en la casa de los Zucchi,
ambos filósofos– esperaba por Lucía cuando, desde el jardín, avanza un caballo
e instala medio cuerpo dentro el living. Despavorida le grito a Lucía “hay un
caballo en el living”, a lo que ella me contesta con voz pausada y dulce: no te
preocupes, sólo viene en busca de comida. Ellos eran así, convivía la
naturaleza con la filosofía. Otra
vez –en
el inicio del nefasto proceso militar– una patrulla detuvo un colectivo
que venía de Tafí Viejo y requisaron a una joven colega por portación de bibliografía
pornográfica y revolucionaria. La inocente profesora tenía consigo dos libros,
uno titulado El Cogito Cartesiano y otro, El
Hombre Rebelde de Gabriel Marcel que nos enseñaba Lucía Piossek.
Ahora bien, debo decir también que tengo una
familia hermosa, dos hijos, dos hijas y
cuatro nietos y hermanos queridos. Ellos apoyaron con respeto y cariños la
interminable tarea universitaria, a veces agobiante. También agradezco a mis
colegas y amigos, en particular a los jóvenes profesores de la Facultad ––con
quienes hice lazos entrañables– y, espero, haberles dejado, al menos, un
granito de arena.
Una
palabra final. Me resta decir qué le di yo a la Universidad. Creo que le di lo
único que tengo: una profunda pasión por el saber y por la transmisión –de la
que pueden dar fe algunos de los jóvenes presentes– pasión que me acompaña
todavía hoy y que, pienso, será por el resto de mi vida.
Muchas gracias.
Palabras que deja en el Libro de Oro de la
Universidad: Hago votos para que nuestra
querida Universidad –a pesar de los tiempos difíciles que se avecinan–continúe
formando hombres y mujeres con pensamiento crítico, conductas dignas, y por
sobre todo, espíritus libres.
A Roberto Rojo In Memoriam
(Cristina Bosso)
He tenido la suerte de estar muy cerca del Prof. Rojo; él ha sido el centro de un círculo que comenzó siendo de colegas para terminar siendo de amigos, con los cuales hemos compartido un espacio de discusión filosófica, de ideas, de proyectos, de sueños en común, de consensos y de disensos.
El perfil que le impuso al grupo desde sus orígenes da cuenta de su particular manera de ser. Cansado de trámites y burocracia académica, pero ansioso siempre de encontrar espacios para la discusión de ideas, en 1999 nos invitó a leer y discutir la obra de Wittgenstein como una actividad libre, fuera de todo marco institucional, sin esperar ningún tipo de reconocimiento académico ni económico por las horas dedicadas a este trabajo. Vislumbramos que se nos ofrecía la invalorable oportunidad de compartir con él el resultado de sus interminables horas de estudio, su claridad para transmitir sus ideas y la profundidad de sus preguntas. Con una generosidad sin límites nos abrió las puertas de su casa, de su biblioteca, de su conocimiento, de manera absolutamente desinteresada. Creo que nadie imaginó en ese momento que este proyecto sin financiamiento ni obligación de rendir cuentas de las actividades se prolongaría a lo largo de 11 años de ininterrumpidas reuniones semanales y fructificaría en la organización de jornadas, cursos y publicaciones, en los que creo que de algún modo pretendimos compartir el espíritu del grupo.
Escudriñando siempre los recovecos del lenguaje, comprendimos como el poder de la palabra nos configura. Allí estuvo para nosotros la palabra del profesor Rojo, para marcarnos un camino. Siempre exigente, consigo mismo y con los demás; los que lo que han estado cerca suyo saben de qué estoy hablando; no era fácil de conformar. El rigor en el pensar, la precisión, la claridad, eran para él requisitos indispensables para hacer filosofía,. Y así lo hacía saber. Allí estaba su pregunta certera para marcarnos el nudo de los asuntos que tocábamos, para llevarnos hasta el fondo de la cuestión, para disparar interminables discusiones en las que afinabamos nuestras ideas, siempre con una poesía a flor de labios para engalanar el debate. Creo que la fuerza de su palabra marcó a varias generaciones.
Sin embargo, después de Wittgenstein, sabemos hay un ámbito en el que no importa lo que se dice sino lo que se muestra. Y es allí donde se manifiesta con mayor intensidad el legado que nos dejó el profesor. El nos mostró con su conducta un modelo a seguir: el rigor para el trabajo, el respeto hacia todas las personas, la tolerancia con quienes piensan diferente, la honestidad intelectual. Nos enseñó a escuchar con atención, a discrepar con las ideas, no con las personas, a no caer en el anquilosamiento de las ideas dogmáticas. En su manera de actuar reveló siempre la modestia y la generosidad de los grandes espíritus. Su trato cordial y respetuoso, su caballerosidad son reconocidos por cuantos lo trataron.
Aunque no me convencen las propuestas dualistas y me gusta pensar en el ser humano como una unidad, creo, sin embargo, que en su caso el tiempo había pasado de manera diferente para su cuerpo y para su mente. Hasta el final de sus días, disminuido en lo corporal por una enfermedad de la que evitaba quejarse, su espíritu se mantenía joven, abierto siempre a múltiples intereses y a nuevas ideas, entusiasmado por todo lo que ocurría a su alrededor, infatigable para apoyar todos nuestros proyectos. Y es que Rojo fue un auténtico maestro; amaba lo que hacía y lo hacía con un auténtico espíritu de entrega; no se limitó a enseñar filosofía, lo cual no sería poco, sino que nos alentó a tener ideas propias, a pensar por nosotros mismos.
Asumió siempre con dignidad los avatares que la vida le deparó: la proscripción en la Universidad en tiempos del proceso, su severa enfermedad y finalmente la muerte, en palabras suyas “el acontecimiento más decisivo, más radical y más abarcador”, cuya cercanía había asumido con serena lucidez.
El prof. Rojo amaba la vida, por eso nos costó tanto aceptar que la dejara; y la disfrutaba de todos sus aspectos: no sólo se apasionaba por la discusión de ideas y el placer de la lectura; sensible al arte; trabajador incansable, curioso e inquieto, le gustaban los viajes, la charla compartida en un café; siempre atento para celebrar nuestros pequeños logros con una salida para tomar un vinito o una cerveza, dispuesto a seguirnos a todos lados. Cultor de la razón, no por ello descuidaba los afectos. Había hecho muchas cosas, pero tenía ganas de seguir haciendo tantas… Hasta último momento, cuando ya estaba internado, seguía con el libro de Wittgenstein en las manos, dando instrucciones a todo el mundo para que lo lleven a su casa a seguir trabajando, haciendo planes para ir a ver una ópera apenas se repusiera; así era él, nada podía detenerlo cuando se empeñaba en algo.
Sin lugar a dudas la filosofía fue su gran pasión, que contagiaba a cuantos se acercaban a él. Por eso quiero terminar citando las palabras con las que comienza su tesis doctoral: “¿Para qué esta aventura? ¿Tiene algún sentido hablar de sueños y fantasías en un mundo azorando y complejo como el nuestro, tumba de muchas queridas ilusiones? ¿Necesitamos acaso justificar nuestra tarea intelectual?¿Es lícito tejer arabescos imaginarios, inventar ingeniosos acertijos cuando gran parte del mundo sufre el baldón de la injusticia, la opresión de la miseria lacerante? La respuesta a estos interrogantes parte de la certeza a cerca del poder de las ideas, de la eficacia del saber, porque toda gran transformación del mundo brota del hontanar de las ideas. ”
He tenido la suerte de estar muy cerca del Prof. Rojo; él ha sido el centro de un círculo que comenzó siendo de colegas para terminar siendo de amigos, con los cuales hemos compartido un espacio de discusión filosófica, de ideas, de proyectos, de sueños en común, de consensos y de disensos.
El perfil que le impuso al grupo desde sus orígenes da cuenta de su particular manera de ser. Cansado de trámites y burocracia académica, pero ansioso siempre de encontrar espacios para la discusión de ideas, en 1999 nos invitó a leer y discutir la obra de Wittgenstein como una actividad libre, fuera de todo marco institucional, sin esperar ningún tipo de reconocimiento académico ni económico por las horas dedicadas a este trabajo. Vislumbramos que se nos ofrecía la invalorable oportunidad de compartir con él el resultado de sus interminables horas de estudio, su claridad para transmitir sus ideas y la profundidad de sus preguntas. Con una generosidad sin límites nos abrió las puertas de su casa, de su biblioteca, de su conocimiento, de manera absolutamente desinteresada. Creo que nadie imaginó en ese momento que este proyecto sin financiamiento ni obligación de rendir cuentas de las actividades se prolongaría a lo largo de 11 años de ininterrumpidas reuniones semanales y fructificaría en la organización de jornadas, cursos y publicaciones, en los que creo que de algún modo pretendimos compartir el espíritu del grupo.
Escudriñando siempre los recovecos del lenguaje, comprendimos como el poder de la palabra nos configura. Allí estuvo para nosotros la palabra del profesor Rojo, para marcarnos un camino. Siempre exigente, consigo mismo y con los demás; los que lo que han estado cerca suyo saben de qué estoy hablando; no era fácil de conformar. El rigor en el pensar, la precisión, la claridad, eran para él requisitos indispensables para hacer filosofía,. Y así lo hacía saber. Allí estaba su pregunta certera para marcarnos el nudo de los asuntos que tocábamos, para llevarnos hasta el fondo de la cuestión, para disparar interminables discusiones en las que afinabamos nuestras ideas, siempre con una poesía a flor de labios para engalanar el debate. Creo que la fuerza de su palabra marcó a varias generaciones.
Sin embargo, después de Wittgenstein, sabemos hay un ámbito en el que no importa lo que se dice sino lo que se muestra. Y es allí donde se manifiesta con mayor intensidad el legado que nos dejó el profesor. El nos mostró con su conducta un modelo a seguir: el rigor para el trabajo, el respeto hacia todas las personas, la tolerancia con quienes piensan diferente, la honestidad intelectual. Nos enseñó a escuchar con atención, a discrepar con las ideas, no con las personas, a no caer en el anquilosamiento de las ideas dogmáticas. En su manera de actuar reveló siempre la modestia y la generosidad de los grandes espíritus. Su trato cordial y respetuoso, su caballerosidad son reconocidos por cuantos lo trataron.
Aunque no me convencen las propuestas dualistas y me gusta pensar en el ser humano como una unidad, creo, sin embargo, que en su caso el tiempo había pasado de manera diferente para su cuerpo y para su mente. Hasta el final de sus días, disminuido en lo corporal por una enfermedad de la que evitaba quejarse, su espíritu se mantenía joven, abierto siempre a múltiples intereses y a nuevas ideas, entusiasmado por todo lo que ocurría a su alrededor, infatigable para apoyar todos nuestros proyectos. Y es que Rojo fue un auténtico maestro; amaba lo que hacía y lo hacía con un auténtico espíritu de entrega; no se limitó a enseñar filosofía, lo cual no sería poco, sino que nos alentó a tener ideas propias, a pensar por nosotros mismos.
Asumió siempre con dignidad los avatares que la vida le deparó: la proscripción en la Universidad en tiempos del proceso, su severa enfermedad y finalmente la muerte, en palabras suyas “el acontecimiento más decisivo, más radical y más abarcador”, cuya cercanía había asumido con serena lucidez.
El prof. Rojo amaba la vida, por eso nos costó tanto aceptar que la dejara; y la disfrutaba de todos sus aspectos: no sólo se apasionaba por la discusión de ideas y el placer de la lectura; sensible al arte; trabajador incansable, curioso e inquieto, le gustaban los viajes, la charla compartida en un café; siempre atento para celebrar nuestros pequeños logros con una salida para tomar un vinito o una cerveza, dispuesto a seguirnos a todos lados. Cultor de la razón, no por ello descuidaba los afectos. Había hecho muchas cosas, pero tenía ganas de seguir haciendo tantas… Hasta último momento, cuando ya estaba internado, seguía con el libro de Wittgenstein en las manos, dando instrucciones a todo el mundo para que lo lleven a su casa a seguir trabajando, haciendo planes para ir a ver una ópera apenas se repusiera; así era él, nada podía detenerlo cuando se empeñaba en algo.
Sin lugar a dudas la filosofía fue su gran pasión, que contagiaba a cuantos se acercaban a él. Por eso quiero terminar citando las palabras con las que comienza su tesis doctoral: “¿Para qué esta aventura? ¿Tiene algún sentido hablar de sueños y fantasías en un mundo azorando y complejo como el nuestro, tumba de muchas queridas ilusiones? ¿Necesitamos acaso justificar nuestra tarea intelectual?¿Es lícito tejer arabescos imaginarios, inventar ingeniosos acertijos cuando gran parte del mundo sufre el baldón de la injusticia, la opresión de la miseria lacerante? La respuesta a estos interrogantes parte de la certeza a cerca del poder de las ideas, de la eficacia del saber, porque toda gran transformación del mundo brota del hontanar de las ideas. ”
A Genie Valentié
A Genie Valentié
In memoriam
Por Cristina Bulacio
In memoriam
Por Cristina Bulacio
María Eugenia Valentié –que murió hace unos días- fue mi Maestra. Entonces me pregunté cuál fue el legado de Genie en nuestra larga amistad; cuál el mensaje sugerido, secreto, de todo maestro a su discípulo, de toda amiga a su amiga. Y pensé que, en una relación entrañable, siempre hay algo no dicho que permanece silencioso sin llegar al nivel de la palabra y, sin dejar de ser palabra, es más profundo que ella: convicciones, creencias, capacidad de dar. Una mixtura de pensamiento y afectividad, de principios éticos y de natural inteligencia. Estudiábamos los grandes metafísicos, sin embargo, lo que recibí como una impronta, fueron dos pasiones vividas intensamente por ella y de las que pocas veces habló: su pasión por la verdad y su pasión por la libertad
Nos instó a ser libres, sin decirlo, siéndolo ella. Nos enseño a buscar la verdad sin sentirse nunca su dueña; nos dejó ser. Aún cuando muchos de nosotros nos fuimos, Genie permanecía allí y, al volver, la encontrábamos como la habíamos dejado, lúcida, amigable, comprensiva, implacable argumentadora. Su amor a la verdad, que su vocación filosófica revela, tanto como el ejercicio de la libertad, fueron el sello perenne de su personalidad.
Los libros y la noche
A propósito de Jorge Luis Borges
Por Cristina Bulacio
Por Cristina Bulacio
Cuenta la leyenda que los elegidos de los dioses reciben, junto a los dones, oscuros designios del destino. Y Borges no fue la excepción. Vivió una profunda contradicción: lector infatigable, reconocido escritor y, al mismo tiempo, ciego. Amaba los libros, leía en varias lenguas, tradujo a los 9 años a Oscar Wilde, se crió en una biblioteca total, eligió la escritura como oficio. Felizmente, poseía una prodigiosa memoria –recitaba, en noches de insomnio, páginas que había leído hacía años– que, de algún modo lo compensó. La fama y la ceguera le llegaron lentamente; asumió ambas con pudor, valentía y resignación; nunca se quejó, tampoco se vanaglorió de sus éxitos. Sin embargo, como a Tiresias, la ceguera enriqueció su sabiduría.
Esta jugada del destino tuvo un efecto inesperado. Con el distanciamiento del mundo visible, su lenguaje adquirió matices que señalan un cambio en su concepción de la escritura. En el inicio, su lengua de poeta joven juega con palabras vivaces y luminosas para describir el mundo inmediato: la realidad es entonces “íntima y fácil”. En aquellos tiempos juveniles “no engañan los sentidos, engaña el entendimiento”, asegura, y lo confirma con vocablos –puro color, sabor y textura–, imágenes de la realidad. Se escuchan frases llenas de luz y gestos sencillos: “en los huecos hondos se aquerenciaba el cielo”; “la acrimonia gustosa del tabaco enardeciendo la garganta”;“el viento largo flagelando nuestro camino”; “zaguanes entorpecidos de sombra”; “calles desganadas del barrio”; “la amistad oscura de un zaguán, de una parra, de un aljibe”, y tantas otras. Son textos esencialmente descriptivos, tejidos con madrugadas pampeanas, tapias rosadas, callecitas de barro elemental, madreselvas, suburbios y atardeceres y que transmiten, vívidamente, la inmediatez del mundo que penetra por los sentidos.
A medida que anochecían sus ojos se transformó su escritura. Se hizo abstracta, profunda y se pobló de metáforas “mal desasidas de la corporeidad”. Es entonces cuando aparece con nitidez la rigurosa urdimbre que sostiene su obra, compuesta de laberintos, perplejidades, enigmas, nombres secretos de la divinidad e infinitos tigres azules. Ninguno de estos elementos son azarosos en ella; por el contrario, son parte de un universo complejo, lúcido, erudito, que hacen al corazón de su obra. El desasimiento de lo sensible lo invitó al recogimiento y al ejercicio del puro pensar. Algunas palabras se van apagando en su escritura –que es su vida misma– al tiempo que se llena de misterio. Su estilo se hace más elegante y depurado, pero también más especulativo y aparecen, con inusitada frecuencia, aquellas ambiciosas palabras: infinito, tiempo, eternidad, que, una vez pronunciadas, estallan. Esta lengua de las puras ideas juega con los argumentos ontológicos, las paradojas de Aquiles y la tortuga, las bibliotecas infinitas; teoriza sobre universos paralelos, el inconcebible Aleph, la ignota divinidad o la “otra” muerte.
Quizás el lento crepúsculo legado por los Hados le abriera insospechados senderos de sabiduría; con seguridad le inspiró uno de sus mejores poemas: “Nadie rebaje a lágrima o reproche /esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche”.
(Publicado en La Gaceta Literaria de La Gaceta de Tucumán 23/08/09)
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