Discurso de Cierre del ciclo “La Universidad por sí misma” 5 de junio de 2014 Dra Cristina Bulacio Profesora Titular Consulta

Cuenta Borges en un poema titulado La Suma acerca de un hombre que se propone trazar en una  pared el  mundo entero: dibuja  ángeles, bibliotecas, laberintos, anclas, Uxmal, el infinito, el cero;  habiendo alcanzado su propósito descubre, en el instante de la muerte, que esas líneas son la imagen de su cara. Así como los hombres son responsables de los actos de su vida, en palabras de Borges, capaces de trazar –con rigurosa pincelada- el pasado que los condiciona, la tradición que los sostiene y alimenta y palpitar su  destino, del mismo modo las instituciones lo hacen.
La Universidad Nacional de Tucumán  descubre hoy, aquí, a los 100 años de su fundación, cuál es la imagen de su propia cara  e imagina  su destino.  Porque todo destino de una Institución involucra el pasado de dónde proviene, las voces que la hablaron, los logros de sus fundadores, los fracasos y sueños que la habitaron, y es desde ese pasado tumultuoso, vital, poblado de hechos relevantes –de momentos de gloria tanto como de tiempos oscuros–; que llega hasta nosotros. Es nuestra tradición quien nos invita  a celebrar – con profunda alegría– los 100 años de nuestra casa.
 Ahora bien, los hombres y mujeres que nos antecedieron en esta tarea de hacer la Universidad no fueron ni más inteligentes ni más soñadores que nosotros, ellos tuvieron, posiblemente, las mismas dificultades, las mismas incertidumbres y los mismos temores; simplemente, fueron tenaces y arremetieron contra los obstáculos para concretar aquellos  sueños que le dieron forma a la Universidad. Sin duda alguna, esto mismo debemos hacer nosotros, pero muy especialmente, las generaciones jóvenes a quienes les alcanza este privilegio de vivir el Centenario para encontrar, como ellos,  el futuro. Porque, debemos estar alertas, el futuro no se da gratuitamente, se lo construye con esfuerzo, pasión y lucidez, o se produce la disgregación y el caos.
      Me toca a mí hoy cerrar este ciclo de Conferencias que nos ayudó a vernos a nosotros mismos y a valorar la inteligencia, la seriedad y el amor de  nuestros profesionales por su Universidad. Hablo en nombre de la Comisión Honoraria del Centenario para agradecer a las autoridades esta convocatoria a los profesores extraordinarios  a colaborar con la Universidad en la que transcurrió nuestra vida. Sin duda tenemos mucho para dar, fundamentalmente porque ya, lejos de las urgencias cotidianas de la vida universitaria, podemos  pensar con  espíritu sosegado y mente clara qué es lo mejor para nuestro futuro universitario.
Ahora bien, en esta misma sala desde hace algunos meses –en el ciclo que hoy se cierra–, estamos escuchando a profesores de nuestra casa de Altos Estudios contar sus experiencias de vida universitaria. Escuchamos hablar de vocaciones, de logros, de caminos arduos  y otros luminosos, de la importancia que tuvo en sus vidas –como en la de miles de profesionales de nuestro medio– la existencia de una universidad pública y gratuita que acogió con generosidad sin límites a quien quiso estudiar, no sólo de nuestra provincia,  sino de toda la Región y de Latinoamérica misma.

      Sin embargo, hay  algo que no se dijo todavía, quizás por prudencia, pero hoy, aquí, no seré prudente. Esta misma Universidad, en la plenitud de su vida –porque 100 años son todavía  pocos para una Institución que se precie de tal–, encuentra serios obstáculos, que le  impiden seguir la senda   de trabajo, esfuerzo y logros que se  había trazado.  

Pues bien, esos obstáculos  que hoy nos impiden avanzar y dibujar el porvenir, es la ausencia de conductas éticas que vemos tan a menudo en nuestra sociedad. Y nosotros, los universitarios –artífices, junto a tantos otros– de estos maravillosos 100 años, somos, en gran medida, responsables de ello. La comunidad universitaria de la que formamos parte, no se ha hecho cargo de este asunto con la seriedad que reclama, o al menos, no ha sido clara con sus jóvenes en cuanto al peso de ese bien  en el juego de la convivencia social. Sin ética,  sin reglas de juego claras, será  casi imposible vivir juntos.
     Sucede algo notable. En nuestra universidad pública  se han formado –muy a menudo a nivel de excelencia, lo digo con orgullo– casi todos, por no decir todos, los profesionales que hoy actúan en el medio: abogados, médicos, ingenieros, matemáticos, físicos, químicos, profesores, artistas, etc. Ellos son, o mejor decir, somos, porque debemos incluirnos todos, los actores sociales que marcan el perfil de nuestra sociedad. Y nuestra sociedad, hay que reconocerlo, no funciona como debiera.  Y no estamos diciendo que no sea eficiente, que no tenga en su seno empresarios exitosos, que no posea inteligencias brillantes en los más diversos ámbitos del saber; ciencia, arte, humanidades; estamos diciendo que no siempre  la ética  guía las conductas de estos profesionales que, en apariencia, triunfan en la vida.
 Quizás  fuimos excelentes maestros, rigurosos guías en el mapa del saber, pero, sin duda, no hemos sabido transmitir con claridad y contundencia, algo que no se enseña con textos, sino con conductas guiadas por valores: el respeto al otro, la honestidad, la solidaridad, la preocupación por lo social, por la justicia, por el bien común.  No quiero decir que no haya nada de esto, hay mucho, porque hay miles de personas serias, solidarias, justas, pero no es suficiente.

Ética viene del griego ethos como “lugar dónde se habita”. Es el sitio desde el cual hacerse cargo de una situación. El hacerse cargo tiene ya una connotación ética, porque es hacerse responsable de cada una de las acciones cotidianas. Y este “desde el cual” habla de una tierra bajo los pies, de un suelo firme y fértil desde dónde se proyectará  nuestra vida individual hacia lo social. La universidad tiene el deber de ocuparse también de ese suelo firme y de hacerlo fértil. Firme porque nos dona los principios en los cuales asentar nuestra existencia  y fértil, porque allí encontraremos la semilla de todo lo que deseamos hacer fructificar con dignidad.

 Estos tiempos en los que el éxito se  mide con parámetros económicos, en los que la inteligencia se valora sólo por la astucia; en los que la competencia ha dejado lugar a la competitividad impiadosa, exigen mucho más de nuestras convicciones éticas. Porque hay una distancia entre la teoría y la acción. Una cosa es enseñar qué es la justicia, cientos de libros hablan de ella, y otra es ser justos; una cosa es la viveza  y otra la inteligencia proba y luminosa. Una cosa es el discurso de la ética y otra la honestidad y coherencia de cada acción cotidiana.
           Cuando guardamos silencio sobre algunas conductas sociales, hacemos daño a nuestros jóvenes, porque el silencio opera como complicidad. Los jóvenes deben saber qué hacer en cada circunstancia, cómo posicionarse ante cada dilema ético que ofrece la vida interminablemente.  Quizás tenemos también que advertirles del peligro de las acciones ambiguas, aquellas en las que la línea divisoria entre lo correcto e incorrecto  es sumamente débil y sutil. Es allí donde se debe estar alerta, es entonces cuando sirve ese suelo firme y fértil del que hablábamos. Porque ética no es sólo un conjunto de reglas impuestas por la familia, la sociedad y las instituciones; ética es en primer lugar la construcción de sí mismo apoyados en valores y metas significativas; sólo ello nos hará valiosos para la sociedad que integramos.

Me permito citar a nuestra actual Rectora Alicia Bardón. Ella dijo el día que fue elegida: “tenemos una enorme responsabilidad. Creemos que tenemos que estar las 24 horas del día pensando en cómo mejorar cada rincón de la Universidad. No solo en los aspectos estudiantiles”. Bien, como universitarios de  ley que somos los que estamos aquí y como lo es ella misma,  le tomamos la palabra, creemos en esa promesa de nuestra Rectora que garantiza el cambio, la construcción de un futuro promisorio y el cultivo de conductas probas que nos impidan caer en la desesperanza.  

 Porque esa es nuestra deuda y debe ser saldada. Debemos recuperar  para estos próximos 100 años por venir ­ -y  la nueva Rectora está en condiciones de hacerlo con  eficiencia y dedicación–, la integridad moral de nuestra sociedad a partir de lo que nuestra Universidad puede aportar, y que es mucho, no me cabe duda. Esta es la tarea que nos debemos. Los invito a comenzarla juntos, hoy, aquí mismo, en este encuentro de auténticos universitarios.


   Me resta agradecer a las autoridades, la convocatoria que nos hicieron a los mayores para constituir una Comisión Honoraria del Centenario y no dejarnos  ir sin el aporte que puede hacer la experiencia. Alicia Bardón pensó distinto, quiso hacernos partícipes de esta fiesta y aquí estamos llenos de júbilo -celebrando los 100 años- y también cargados de  preocupación, como es la vida misma, dispuestos a dar lo mejor de nosotros por esta nueva Universidad que debemos proponernos hacia el futuro.


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