Discurso de la Dra. Bulacio con motivo de recibir el título de Profesora Consulta de la UNT - 28 de noviembre de 2012


       Señor Rector, Vice Rectora, ex Rectores, Decanos, colegas, amigos.

           Mi agradecimiento a las autoridades de la Universidad Nacional de Tucumán por esta distinción, en particular a mi Decana, Judtih Babot, quien, con su profundo sentido democrático, me hizo sentir como de la casa a pesar de haber dejado de pertenecer a la Universidad –según los implacables papeles administrativos– desde hacía dos años.
        Bueno de eso se trata, nunca dejé la Universidad  porque es parte esencial de mi vida. Sigo trabajando, dando clases, conferencias, escribiendo, dirigiendo tesis, etc. Por eso esta distinción no sólo me honra sino que viene a restaurar alguna pequeña herida que dejan  frases como “Usted ya no pertenece a la Universidad” escuchada a  propósito del intento de seguir con la dirección de tesis de mis becarias, maravillosas jóvenes que no entendían el sistema lapidario al que estamos sometidos.

       Cómo, me pregunté entonces, si la vida universitaria, el amor al conocimiento, la curiosidad por la investigación se fue haciendo una segunda piel en mí. Dice Borges –a propósito de un sacerdote maya prisionero de los españoles– que todo hombre se confunde gradualmente con su destino;  él era, ante todo, un prisionero. Mi destino, el que elegí cuidadosamente y por el que trabajé sin hesitaciones fue la Universidad. Ser de nuevo universitaria con esta distinción es cumplir con ese destino secreto que todos labramos en silencio. 
      Por eso llevé  con orgullo esa condición en mis viajes dentro y fuera del país a cada Congreso, Seminario o Conferencia. Cuando estuve en el exterior mi carta de presentación era sencilla: Universidad Nacional de Tucumán y eso bastaba para que me prestaran oído; si bien pertenecemos a un lugar pequeño alejado  del puerto, fuera de nuestro país se sabía de sus logros, de su nivel, de sus profesores que eran, para entonces, los míos. Nadie dudaba que, desde Tucumán, se aportaran ideas interesantes a los debates.
          Sin embargo, lo más relevante de todo es lo que la Universidad dejó en mí. Mi querida Facultad de Filosofía y Letras me enseñó a pensar. Como algunos saben provengo de una familia de abogados por lo cual, varias veces en mi adolescencia, sentí el cariñoso chantaje de mi padre para que estudiara abogacía. Resistí con hidalguía.
           Tempranamente descubrí mi vocación filosófica. Recuerdo que en el último año del secundario, en medio de  las bromas propias del momento, mis compañeras escribían en mi espalda los nombres de filósofos para dejar en evidencia esa locura mía: estudiar filosofía…y ¿para qué sirve la filosofía? era la pregunta de rigor. Yo no sabía qué contestar, no lo tenía claro entonces, pero sí recuerdo que lo  vivía como la urgencia de avanzar por ese sendero desconocido y  poco prometedor –como inserción social o profesional–, pero al cual nadie renuncia una vez que lo intuye como un  destino señalado.
          Debo a mis maestros Néstor Grau, María Eugenia Valentié, amiga entrañable, Roberto Rojo, Lucía Piossek, Hernán Zucchi –de quien recuerdo la mejor clase de Platón de  mi vida– o Tota Parpagnoli cuya cultura nos abría mundos nuevos–  debo a ellos, decía, un asunto vital en nuestro terreno: priorizar por sobre la información ajustada e imprescindible de toda la historia de la filosofía, por sobre las argumentaciones racionales y lógicas del corpus filosófico, el pensamiento. Efectivamente, ellos me enseñaron a pensar.
         Y hay en el campo filosófico, una profunda diferencia entre acumular información y pensar. Todo el conocimiento de las ciencias –lo más prestigioso del saber actual– trabaja con argumentaciones y gran cantidad de información y es por ellas  que se acrecienta el saber. Efectivamente es así; pero la filosofía tiene un plus para ser tal: a las habituales argumentaciones de la razón, al saber  riguroso de un sistema filosófico cualquiera,  le suma la capacidad de pensar. Pensar, etimológicamente, quiere decir pesar, sopesar algo en una mano, calcular su peso, como lo hace el comerciante diestro con el pan o con la carne. 
        Entonces: ¿Qué es esto de pensar? No se trataba sólo de  aprender exhaustivamente el sistema de ideas de Platón, Aristóteles, Descartes, Kant o Hegel, todo lo cual hacíamos con placer y responsabilidad. Sin ninguna duda debíamos hacerlo, pero el plus del que hablo consiste  no sólo en aprender lo que dicen los filósofos sino en hacer la experiencia, junto a ellos, de los mecanismos de su propio pensamiento.  Y hacer esa experiencia –a una con el pensador– es un modo de  vivir uno mismo y en plenitud  los límites y dificultades del itinerario del pensar  mientras  se lo  ejercita. Pensar es siempre un verbo, es actividad, es camino sin paraje de llegada.
        Todo sistema filosófico tiene un punto de fuga, un momento de incertidumbre, de dudas, ante los que se activa el pensar. Toda auténtica filosofía contiene huecos, grietas,  que aguzan al pensador en la búsqueda de la verdad. Por eso, cuando un sistema  es cerrado en sí mismo, esto es, contiene todas las respuestas, no  le sirve más al pensador.
        El pensador es un caminante irredento. Por eso al pensamiento puede dispararlo tanto la lectura de San Agustín o Leibniz, como un poema de Borges, un monólogo de Shakespeare o la teoría de la relatividad, que nos enseñaba Roberto Rojo.  Y ese era nuestro disfrute en la Facultad. Nos metimos de lleno, guiados por aquellos profesores de mente amplia y espíritu exquisito, en una cultura pensante, tanto en filosofía, como en  literatura, teatro y  en la ciencia misma.
           El secreto reside allí. Cuando, el pensador logra vivir en carne propia la complejidad de la argumentación; las limitaciones propias del lenguaje para expresar cabalmente la intuición metafísica; los límites de la misma razón para saltar la grieta, como la llama Steiner.  La verdad, antiguo y misterioso objeto filosófico, siempre se le escapa de las manos al filósofo, de allí que filosofía sea  amor a la sabiduría, porque el amor es deseo de algo de lo que se carece, es búsqueda de lo que no se tiene, es impulso hacia una promesa que nunca se cumplirá.
          Saber de ello es un modo de pensar, porque ese es el límite. El camino nunca está marcado de antemano porque nadie lo puede hacer por nosotros, ni siquiera Platón, ni Aristóteles ni Marx, ni Heidegger. Pensar es  transitar para hacer nuestro propio camino acorde con las exigencias de nuestros  tiempos. Y si se logra avanzar, sólo avanzar, estamos haciendo filosofía y ejercitando el pensar. Y este pensar auténtico es el único que asegura la libertad de nuestro espíritu.
          En fin, quizás fui demasiado seria en estas reflexiones, pero se me impuso esta idea como más fuerte que mi voluntad. Quise decirles a ustedes porqué estudié filosofía y cuál fue el derrotero de mi pensar.
        Pero más allá de estas cavilaciones, no faltaron en mi larga vida universitaria algunos recuerdos queridos y acontecimientos jocosos. Una tarde en Yerba Buena –en la casa de los Zucchi, ambos filósofos– esperaba por Lucía cuando, desde el jardín, avanza un caballo e instala medio cuerpo dentro el living. Despavorida le grito a Lucía “hay un caballo en el living”, a lo que ella me contesta con voz pausada y dulce: no te preocupes, sólo viene en busca de comida. Ellos eran así, convivía la naturaleza con la filosofía.  Otra vez  –en  el inicio del nefasto proceso militar– una patrulla detuvo un colectivo que venía de Tafí Viejo y requisaron a una joven colega por portación de bibliografía pornográfica y revolucionaria. La inocente profesora tenía consigo dos libros, uno titulado El Cogito Cartesiano y otro, El Hombre Rebelde de Gabriel Marcel que nos enseñaba Lucía Piossek.
           Ahora bien, debo decir también que tengo una familia hermosa,  dos hijos, dos hijas y cuatro nietos y hermanos queridos. Ellos apoyaron con respeto y cariños la interminable tarea universitaria, a veces agobiante. También agradezco a mis colegas y amigos, en particular a los jóvenes profesores de la Facultad ––con quienes hice lazos entrañables– y, espero, haberles dejado, al menos, un granito de arena.
        Una palabra final. Me resta decir qué le di yo a la Universidad. Creo que le di lo único que tengo: una profunda pasión por el saber y por la transmisión –de la que pueden dar fe algunos de los jóvenes presentes– pasión que me acompaña todavía hoy y que, pienso, será por el resto de mi vida.
                                                  Muchas gracias.  
                                              
Palabras que deja en el Libro de Oro de la Universidad: Hago votos para que nuestra querida Universidad –a pesar de los tiempos difíciles que se avecinan–continúe formando hombres y mujeres con pensamiento crítico, conductas dignas, y por sobre todo, espíritus libres. 

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