Señor Rector, Vice Rectora, ex Rectores, Decanos,
colegas, amigos.
Mi
agradecimiento a las autoridades de la Universidad Nacional de Tucumán por esta
distinción, en particular a mi Decana, Judtih Babot, quien, con su profundo
sentido democrático, me hizo sentir como de la casa a pesar de haber dejado de
pertenecer a la Universidad –según los implacables papeles administrativos–
desde hacía dos años.
Bueno de eso se trata, nunca dejé la
Universidad porque es parte esencial de
mi vida. Sigo trabajando, dando clases, conferencias, escribiendo, dirigiendo
tesis, etc. Por eso esta distinción no sólo me honra sino que viene a restaurar
alguna pequeña herida que dejan frases como
“Usted ya no pertenece a la Universidad” escuchada a propósito del intento de seguir con la
dirección de tesis de mis becarias, maravillosas jóvenes que no entendían el
sistema lapidario al que estamos sometidos.
Cómo, me pregunté entonces, si la vida
universitaria, el amor al conocimiento, la curiosidad por la investigación se
fue haciendo una segunda piel en mí. Dice Borges –a propósito de un sacerdote
maya prisionero de los españoles– que todo hombre se confunde gradualmente con
su destino; él era, ante todo, un
prisionero. Mi destino, el que elegí cuidadosamente y por el que trabajé sin
hesitaciones fue la Universidad. Ser de nuevo universitaria con esta distinción
es cumplir con ese destino secreto que todos labramos en silencio.
Por eso llevé con orgullo esa condición en mis viajes
dentro y fuera del país a cada Congreso, Seminario o Conferencia. Cuando estuve
en el exterior mi carta de presentación era sencilla: Universidad Nacional de
Tucumán y eso bastaba para que me prestaran oído; si bien pertenecemos a un lugar
pequeño alejado del puerto, fuera de
nuestro país se sabía de sus logros, de su nivel, de sus profesores que eran,
para entonces, los míos. Nadie dudaba que, desde Tucumán, se aportaran ideas interesantes
a los debates.
Sin embargo, lo más relevante de todo
es lo que la Universidad dejó en mí. Mi querida Facultad de Filosofía y Letras
me enseñó a pensar. Como algunos saben provengo de una familia de abogados por
lo cual, varias veces en mi adolescencia, sentí el cariñoso chantaje de mi
padre para que estudiara abogacía. Resistí con hidalguía.
Tempranamente descubrí mi vocación filosófica.
Recuerdo que en el último año del secundario, en medio de las bromas propias del momento, mis
compañeras escribían en mi espalda los nombres de filósofos para dejar en
evidencia esa locura mía: estudiar filosofía…y ¿para qué sirve la filosofía?
era la pregunta de rigor. Yo no sabía qué contestar, no lo tenía claro
entonces, pero sí recuerdo que lo vivía
como la urgencia de avanzar por ese sendero desconocido y poco prometedor –como inserción social o
profesional–, pero al cual nadie renuncia una vez que lo intuye como un destino señalado.
Debo a mis maestros Néstor Grau, María
Eugenia Valentié, amiga entrañable, Roberto Rojo, Lucía Piossek, Hernán Zucchi
–de quien recuerdo la mejor clase de Platón de mi vida– o Tota Parpagnoli cuya cultura nos
abría mundos nuevos– debo a ellos,
decía, un asunto vital en nuestro terreno: priorizar por sobre la información
ajustada e imprescindible de toda la historia de la filosofía, por sobre las
argumentaciones racionales y lógicas del corpus filosófico, el pensamiento.
Efectivamente, ellos me enseñaron a pensar.
Y
hay en el campo filosófico, una profunda diferencia entre acumular información
y pensar. Todo el conocimiento de las ciencias –lo más prestigioso del saber
actual– trabaja con argumentaciones y gran cantidad de información y es por ellas que se acrecienta el saber. Efectivamente es así;
pero la filosofía tiene un plus para ser tal: a las habituales argumentaciones
de la razón, al saber riguroso de un
sistema filosófico cualquiera, le suma
la capacidad de pensar. Pensar, etimológicamente, quiere decir pesar, sopesar
algo en una mano, calcular su peso, como lo hace el comerciante diestro con el
pan o con la carne.
Entonces: ¿Qué es esto de pensar? No se
trataba sólo de aprender exhaustivamente
el sistema de ideas de Platón, Aristóteles, Descartes, Kant o Hegel, todo lo
cual hacíamos con placer y responsabilidad. Sin ninguna duda debíamos hacerlo,
pero el plus del que hablo consiste no
sólo en aprender lo que dicen los filósofos sino en hacer la experiencia, junto a ellos, de los mecanismos de
su propio pensamiento. Y hacer esa experiencia
–a una con el pensador– es un modo de
vivir uno mismo y en plenitud los
límites y dificultades del itinerario del pensar mientras
se lo ejercita. Pensar es siempre
un verbo, es actividad, es camino sin paraje de llegada.
Todo sistema filosófico tiene un punto
de fuga, un momento de incertidumbre, de dudas, ante los que se activa el
pensar. Toda auténtica filosofía contiene huecos, grietas, que aguzan al pensador en la búsqueda de la
verdad. Por eso, cuando un sistema es
cerrado en sí mismo, esto es, contiene todas las respuestas, no le sirve más al pensador.
El pensador es un caminante irredento.
Por eso al pensamiento puede dispararlo tanto la lectura de San Agustín o
Leibniz, como un poema de Borges, un monólogo de Shakespeare o la teoría de la
relatividad, que nos enseñaba Roberto Rojo.
Y ese era nuestro disfrute en la Facultad. Nos metimos de lleno, guiados
por aquellos profesores de mente amplia y espíritu exquisito, en una cultura pensante,
tanto en filosofía, como en literatura,
teatro y en la ciencia misma.
El secreto reside allí. Cuando, el pensador
logra vivir en carne propia la complejidad de la argumentación; las
limitaciones propias del lenguaje para expresar cabalmente la intuición
metafísica; los límites de la misma razón para saltar la grieta, como la llama
Steiner. La verdad, antiguo y misterioso
objeto filosófico, siempre se le escapa de las manos al filósofo, de allí que
filosofía sea amor a la sabiduría,
porque el amor es deseo de algo de lo que se carece, es búsqueda de lo que no
se tiene, es impulso hacia una promesa que nunca se cumplirá.
Saber de ello es un modo de pensar,
porque ese es el límite. El camino nunca está marcado de antemano porque nadie
lo puede hacer por nosotros, ni siquiera Platón, ni Aristóteles ni Marx, ni
Heidegger. Pensar es transitar para
hacer nuestro propio camino acorde con las exigencias de nuestros tiempos. Y si se logra avanzar, sólo avanzar,
estamos haciendo filosofía y ejercitando el pensar. Y este pensar auténtico es
el único que asegura la libertad de nuestro espíritu.
En fin, quizás fui demasiado seria en
estas reflexiones, pero se me impuso esta idea como más fuerte que mi voluntad.
Quise decirles a ustedes porqué estudié filosofía y cuál fue el derrotero de mi
pensar.
Pero más allá de estas cavilaciones, no
faltaron en mi larga vida universitaria algunos recuerdos queridos y
acontecimientos jocosos. Una tarde en Yerba Buena –en la casa de los Zucchi,
ambos filósofos– esperaba por Lucía cuando, desde el jardín, avanza un caballo
e instala medio cuerpo dentro el living. Despavorida le grito a Lucía “hay un
caballo en el living”, a lo que ella me contesta con voz pausada y dulce: no te
preocupes, sólo viene en busca de comida. Ellos eran así, convivía la
naturaleza con la filosofía. Otra
vez –en
el inicio del nefasto proceso militar– una patrulla detuvo un colectivo
que venía de Tafí Viejo y requisaron a una joven colega por portación de bibliografía
pornográfica y revolucionaria. La inocente profesora tenía consigo dos libros,
uno titulado El Cogito Cartesiano y otro, El
Hombre Rebelde de Gabriel Marcel que nos enseñaba Lucía Piossek.
Ahora bien, debo decir también que tengo una
familia hermosa, dos hijos, dos hijas y
cuatro nietos y hermanos queridos. Ellos apoyaron con respeto y cariños la
interminable tarea universitaria, a veces agobiante. También agradezco a mis
colegas y amigos, en particular a los jóvenes profesores de la Facultad ––con
quienes hice lazos entrañables– y, espero, haberles dejado, al menos, un
granito de arena.
Una
palabra final. Me resta decir qué le di yo a la Universidad. Creo que le di lo
único que tengo: una profunda pasión por el saber y por la transmisión –de la
que pueden dar fe algunos de los jóvenes presentes– pasión que me acompaña
todavía hoy y que, pienso, será por el resto de mi vida.
Muchas gracias.
Palabras que deja en el Libro de Oro de la
Universidad: Hago votos para que nuestra
querida Universidad –a pesar de los tiempos difíciles que se avecinan–continúe
formando hombres y mujeres con pensamiento crítico, conductas dignas, y por
sobre todo, espíritus libres.
NO esta el discurso!
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