A Roberto Rojo In Memoriam

(Cristina Bosso)

He tenido la suerte de estar muy cerca del Prof. Rojo; él ha sido el centro de un círculo que comenzó siendo de colegas para terminar siendo de amigos, con los cuales hemos compartido un espacio de discusión filosófica, de ideas, de proyectos, de sueños en común, de consensos y de disensos.
El perfil que le impuso al grupo desde sus orígenes da cuenta de su particular manera de ser. Cansado de trámites y burocracia académica, pero ansioso siempre de encontrar espacios para la discusión de ideas, en 1999 nos invitó a leer y discutir la obra de Wittgenstein como una actividad libre, fuera de todo marco institucional, sin esperar ningún tipo de reconocimiento académico ni económico por las horas dedicadas a este trabajo. Vislumbramos que se nos ofrecía la invalorable oportunidad de compartir con él el resultado de sus interminables horas de estudio, su claridad para transmitir sus ideas y la profundidad de sus preguntas. Con una generosidad sin límites nos abrió las puertas de su casa, de su biblioteca, de su conocimiento, de manera absolutamente desinteresada. Creo que nadie imaginó en ese momento que este proyecto sin financiamiento ni obligación de rendir cuentas de las actividades se prolongaría a lo largo de 11 años de ininterrumpidas reuniones semanales y fructificaría en la organización de jornadas, cursos y publicaciones, en los que creo que de algún modo pretendimos compartir el espíritu del grupo.
Escudriñando siempre los recovecos del lenguaje, comprendimos como el poder de la palabra nos configura. Allí estuvo para nosotros la palabra del profesor Rojo, para marcarnos un camino. Siempre exigente, consigo mismo y con los demás; los que lo que han estado cerca suyo saben de qué estoy hablando; no era fácil de conformar. El rigor en el pensar, la precisión, la claridad, eran para él requisitos indispensables para hacer filosofía,. Y así lo hacía saber. Allí estaba su pregunta certera para marcarnos el nudo de los asuntos que tocábamos, para llevarnos hasta el fondo de la cuestión, para disparar interminables discusiones en las que afinabamos nuestras ideas, siempre con una poesía a flor de labios para engalanar el debate. Creo que la fuerza de su palabra marcó a varias generaciones.
Sin embargo, después de Wittgenstein, sabemos hay un ámbito en el que no importa lo que se dice sino lo que se muestra. Y es allí donde se manifiesta con mayor intensidad el legado que nos dejó el profesor. El nos mostró con su conducta un modelo a seguir: el rigor para el trabajo, el respeto hacia todas las personas, la tolerancia con quienes piensan diferente, la honestidad intelectual. Nos enseñó a escuchar con atención, a discrepar con las ideas, no con las personas, a no caer en el anquilosamiento de las ideas dogmáticas. En su manera de actuar reveló siempre la modestia y la generosidad de los grandes espíritus. Su trato cordial y respetuoso, su caballerosidad son reconocidos por cuantos lo trataron.
Aunque no me convencen las propuestas dualistas y me gusta pensar en el ser humano como una unidad, creo, sin embargo, que en su caso el tiempo había pasado de manera diferente para su cuerpo y para su mente. Hasta el final de sus días, disminuido en lo corporal por una enfermedad de la que evitaba quejarse, su espíritu se mantenía joven, abierto siempre a múltiples intereses y a nuevas ideas, entusiasmado por todo lo que ocurría a su alrededor, infatigable para apoyar todos nuestros proyectos. Y es que Rojo fue un auténtico maestro; amaba lo que hacía y lo hacía con un auténtico espíritu de entrega; no se limitó a enseñar filosofía, lo cual no sería poco, sino que nos alentó a tener ideas propias, a pensar por nosotros mismos.
Asumió siempre con dignidad los avatares que la vida le deparó: la proscripción en la Universidad en tiempos del proceso, su severa enfermedad y finalmente la muerte, en palabras suyas “el acontecimiento más decisivo, más radical y más abarcador”, cuya cercanía había asumido con serena lucidez.
El prof. Rojo amaba la vida, por eso nos costó tanto aceptar que la dejara; y la disfrutaba de todos sus aspectos: no sólo se apasionaba por la discusión de ideas y el placer de la lectura; sensible al arte; trabajador incansable, curioso e inquieto, le gustaban los viajes, la charla compartida en un café; siempre atento para celebrar nuestros pequeños logros con una salida para tomar un vinito o una cerveza, dispuesto a seguirnos a todos lados. Cultor de la razón, no por ello descuidaba los afectos. Había hecho muchas cosas, pero tenía ganas de seguir haciendo tantas… Hasta último momento, cuando ya estaba internado, seguía con el libro de Wittgenstein en las manos, dando instrucciones a todo el mundo para que lo lleven a su casa a seguir trabajando, haciendo planes para ir a ver una ópera apenas se repusiera; así era él, nada podía detenerlo cuando se empeñaba en algo.
Sin lugar a dudas la filosofía fue su gran pasión, que contagiaba a cuantos se acercaban a él. Por eso quiero terminar citando las palabras con las que comienza su tesis doctoral: “¿Para qué esta aventura? ¿Tiene algún sentido hablar de sueños y fantasías en un mundo azorando y complejo como el nuestro, tumba de muchas queridas ilusiones? ¿Necesitamos acaso justificar nuestra tarea intelectual?¿Es lícito tejer arabescos imaginarios, inventar ingeniosos acertijos cuando gran parte del mundo sufre el baldón de la injusticia, la opresión de la miseria lacerante? La respuesta a estos interrogantes parte de la certeza a cerca del poder de las ideas, de la eficacia del saber, porque toda gran transformación del mundo brota del hontanar de las ideas. ”

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